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17.Abr.2021 / 03:27 pm / Haga un comentario

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Jesús Faría

En las últimas semanas hemos sido testigos de anuncios que años atrás hubiesen parecido inverosímiles. Los propulsores más entusiastas de las políticas neoliberales: el gobierno estadounidense, el FMI, la Unión Europea, el Banco Central Europeo, etc., que en las últimas décadas actuaron de manera depredadora destruyendo los tejidos más esenciales de la sociedad y de la naturaleza, ahora coinciden en la aplicación de “novedosas” fórmulas de intervención estatal para combatir la actual crisis capitalista.
Después de oponerse rotundamente, ahora proponen repentinamente el incremento de impuestos a los supermillonarios para financiar programas sociales que atiendan los efectos de la pandemia y planes de inversión para la reanimación de economías deprimidas.

Este viraje desde las posiciones neoliberales no nos debe extrañar demasiado. Ya en los años 30, el presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt aplicó el célebre “New Deal” para enfrentar la Gran Depresión. Contradijo el consenso teológico de la época basado en el libre y perfecto funcionamiento de la “mano invisible” del mercado que, de acuerdo al credo, direcciona la economía permanentemente hacia la eficiencia, el equilibrio y el bienestar. Este enfoque quedó en escandaloso descrédito en medio de la ruina económica y acelerada depauperación social imperante durante una de las mayores crisis sufridas por el capitalismo.

El gobierno de Roosevelt llevó a cabo una política de expansión del gasto e inversión públicos a través de una masiva intervención del Estado en la economía para estimular el consumo, la inversión privada y la creación de empleo.

El sistema capitalista estaba obligado a un ajuste en su mecanismo de funcionamiento. Los dispositivos que desactivaban las crisis ya no actuaban ni siquiera con la precaria eficiencia que había exhibido históricamente.

La Gran Depresión de los años 30 fue una expresión del agotamiento extremo del capitalismo, ante lo cual se presentaban dos alternativas históricas: el reacomodo sistémico del capitalismo con la participación de nuevos actores y formas o una revolución social que lo barriera de raíz.

En aquel escenario, el capitalismo tuvo la suficiente vitalidad para replantear aspectos muy importantes de su funcionamiento, incorporando al Estado en la regulación económica. A la postre, estos nuevos enfoques y políticas llamados keynesianismo fueron festejados como una “revolución”, que contribuyó a una nueva fase de vigorosa expansión capitalista en la postguerra. Ya nadie hablaba del libre mercado. La élite capitalista y los ejecutores de sus planes abrazaron con entusiasmo las exitosas fórmulas keynesianas.

Sin embargo, después de los años 50 y 60, época de oro del capitalismo, cuando se creyó haber encontrado la vía para un crecimiento económico libre de crisis -algo que ya habían proclamado las teorías del libre mercado-, se agotaron las políticas keynesianas.
Inflación con recesión, deuda pública, desempleo, desaliento a la inversión privada producto de las políticas keynesianas, prepararon el terreno para el retorno triunfal del liberalismo económico, que resurgía del basurero de las teorías económicas.

Es preciso subrayar que el fracaso de las políticas económicas del capital en cualquiera de sus expresiones (keynesianismo, liberalismo, etc.) no está determinado por fallas en su construcción, sino más bien por las contradicciones inherentes al sistema, por el agotamiento secular del capitalismo.

Por ejemplo, la propuesta de Biden que replica el FMI al frente de la élite capitalista: aumentar impuestos para financiar los programas de rescate del gobierno estadounidense, como ya lo han reclamado los voceros de la oligarquía financiera, le resta vitalidad a la acumulación del capital al imponérsele responsabilidades distintas a la búsqueda de ganancias. Es decir, es imposible violentar la lógica del capitalismo en el esfuerzo de buscar soluciones a sus crisis.

En el escenario actual, es muy limitada la probabilidad de reeditar una nueva fase de sólido crecimiento económico y estabilidad del capitalismo como la ocurrida en la postguerra. Con las gravísimas contradicciones económicas, la financiarización de las economías, el parasitismo campeante, la agobiante crisis ambiental, las gigantescas desigualdades sociales a nivel global, la decrepitud ética del capital, ese escenario está prácticamente descartado.

De cara al futuro del capitalismo, por muy grave que sea su crisis no va a desintegrarse espontáneamente para darle paso a otro orden social libre de sus perversiones. El capitalismo se ira ajustando y las corporaciones continuarán acumulando gigantescas riquezas, pero la vitalidad del sistema ira mermando, los daños que se ocasionan a los pueblos, al medio ambiente, a las libertades políticas…, serán cada vez mayores.

Esta tremenda complejidad explica la irrupción de fuerzas totalitarias (Trump, Bolsonaro y compañía) al servicio de los sectores más reaccionarios de la oligarquía financiera. Se agudizan las políticas de saqueo de las riquezas de la periferia por parte de las naciones imperialistas.
Asimismo, desde los epicentros de la crisis (EEUU y Europa occidental) se activan dispositivos de confrontación política internacional, que apuntan a una escalada guerrerista en contra de naciones emergentes que encarnan nuevos valores y enfoque de la convivencia internacional (Rusia, China, etc.).

En la búsqueda de soluciones a su crisis, el capitalismo choca contra sus propias limitaciones estructurales, que son cada vez mayores, generando fuerzas destructivas de enorme peligro para la humanidad.

De allí la necesidad impostergable de una revolución social. Solo así se podrá suprimir definitivamente la fuente de males e injusticias que agobian a los pueblos del mundo y ponen en peligro de extinción a la especie humana.

 

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