Opinión / Clodovaldo Hernández

7.Sep.2015 / 06:27 pm / Haga un comentario

Por: Clodovaldo Hernández

Si el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, cumpliera su amenaza de llevar la reciente situación fronteriza ante la Corte Penal Internacional (y si esa corte funcionara de verdad bajo criterios de derecho), el mandatario neogranadino correría el riesgo de quedar detenido, o como se dice ahora, de que le pusieran los ganchos.

No solo la Corte Penal Internacional, cualquier tribunal más o menos serio tendría que aprovechar la circunstancia del tener a Santos en rol de acuseta, y solicitarle cuentas por las incuantificables violaciones a los derechos humanos que la clase política colombiana ha perpetrado o tolerado en silencio contra sus propios ciudadanos desde mucho antes que los Buendía comenzarán a sufrir sus cien años de soledad.

Más allá de los fuegos artificiales del debate bilateral del momento, si de derechos humanos violados vamos a hablar, la oligarquía neogranadina -que comenzó a gobernar ese país a partir del momento en que Santander y Páez patearon a Bolívar- tiene un larguísimo rabo de paja. Y el actual Santos (para distinguirlo de su tío-abuelo, que fue presidente entre 1938 y 1952; y de su primo, que fue vicepresidente entre 2002 y 2010) pertenece a esa godarria por derecho de alcurnia. Baste saber que su familia es la dueña del diario El Tiempode Bogotá, venga y le cuento.

Pero, además de la responsabilidad colectiva que deriva de ser el actual jefe de ese clan de poderosos sempiternos, a Santos se le puede perfectamente exigir que asuma las suyas, las específicas de él, entre ellas nada menos que la de los Falsos Positivos, pues el grueso de los casos de ejecuciones extrajudiciales llevadas a cabo fría y calculadamente en contra de inocentes ocurrieron durante su gestión como ministro de la Defensa de esa joya que tuvo como antecesor, Álvaro Uribe Vélez.

Nada más por el antecedente de haber formado parte del gabinete de uno de los gobiernos más sanguinarios de Latinoamérica -solo comparable con las largas dictaduras sureñas- Santos debería tener la cautela y el mínimo pudor necesarios para que de su boca no salieran nunca palabras como lesa humanidad.

Y como de derecho internacional se trata, hay que recordar que Santos fue el jefe de la operación militar mediante la cual Colombia invadió territorio ecuatoriano para matar a Raúl Reyes.

Bueno, pero, ¿para qué enfrascarse en conjeturas absurdas? Santos lanza sus amenazas porque sabe que si uno es amigo (o, mejor aún, niño consentido) de los grandes poderes económicos y políticos del planeta, puede ir ante esos organismos de derechos humanos con las manos todavía manchadas de sangre y contar con que lo recibirán con los honores correspondientes a su alta investidura. En cambio, si uno está -o se pone- en la mala con esos superpoderes mundiales, puede no haber cometido delito alguno y tendrá que bendecir su propia suerte si solo le toca una cadena perpetua.

Si se trata de enjuiciar a alguien por las violaciones a los derechos humanos de los colombianos, habría que desempolvar varios cientos de miles de expedientes repletos de detalles sórdidos. Si se hiciera una investigación seria al respecto, de toda la oligarquía colombiana y de su clase política no se salvarían más de una docena de personas.

Solo por mantener el hilo conductor de la actualidad, la lista de las violaciones podría comenzar con la infame mezcla de factores que han obligado a millones de colombianos a abandonar sus terruños, sus actividades campesinas, sus trabajos, sus luchas sindicales y políticas para vivir como apátridas en su propio país. No lo dice alguien fanatizado por el actual rollo fronterizo, sino la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados, la Acnur: «La población civil se enfrenta al reclutamiento forzado de niños, control de comunidades, amenazas y asesinatos selectivos al igual que violencia sexual y basada en género. La inseguridad, sobre todo, continúa siendo una realidad dentro del territorio colombiano y la situación empeora a lo largo de las zonas fronterizas, lo que ha obligado a cerca de 327.000 colombianos hasta ahora, a huir cruzando las fronteras, en busca de protección internacional en países vecinos». Entre ellos, naturalmente, está Venezuela.

Ese coctel de factores es responsabilidad inequívoca de los poderosos de Colombia, los mismos que ahora se presentan conmovidos hasta las lágrimas porque Venezuela expulsó a mil y tantos ilegales.

Por otro lado, si el presidente Santos se va a ocupar finalmente de los derechos humanos de sus compatriotas y va a acudir ante la CIDH y la CPI, es una oportunidad excelente para que también denuncie los vergonzosos tratados internacionales que les permiten a los estadounidenses cometer toda clase de desafueros en territorio colombiano, con total impunidad. Ya sabemos que no lo hará porque, hablando en términos dicharacheros, una cosa es mentar la soga en la casa del ahorcado y otra es que el perro muerda a su amo.

 

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