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16.Oct.2018 / 10:28 am / Haga un comentario

Foto: Misión Verdad

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El 3 de octubre, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) fue noticia cuando pronunció una sentencia decidiendo parcialmente a favor de la República Islámica de Irán y estableciendo que las sanciones impuestas por Washington, que condicionan la adquisición o entrada de bienes necesarios para la atención humanitaria de la población así como a la aviación civil iraní, son contrarias al Derecho Internacional.

Con ello, rápidamente Teherán celebró lo que se presentó como un triunfo de su diplomacia y Estados Unidos amenazó a la justicia universal señalando que actuaba sin jurisdicción.

Para nosotros en Venezuela, que estamos atravesando un período histórico extremadamente difícil, la CIJ apareció esta semana como un ente sumamente raro porque lo mismo decidió legitimando la expoliación a Bolivia de una parte de su territorio a través de la guerra, como reconociendo que las sanciones no son jurídicamente válidas.

¿Podemos los venezolanos emular la batalla jurisdiccional de Teherán? ¿Podrá traernos beneficios? ¿Realmente son las sanciones absolutamente rechazadas por los sujetos del Derecho Internacional? Son preguntas urgentes para nosotros y será nuestro propósito esta vez intentar responder a ellas.

Consideraciones mínimas sobre la decisión

Según la Carta de las Naciones Unidas, la CIJ es uno de sus principales órganos, en tal virtud, se constituye en un elemento indisociable del sistema universal. Por su naturaleza jurisdiccional, es el mecanismo privilegiado para resolver controversias jurídicas entre los Estados partes. Por lo que tiene como función ulterior evitar las hostilidades y los conflictos armados.

En los últimos 20 años, la Corte ha visto incrementar sus actividades. Ha recibido un mandato único que se extiende a todos los asuntos que las partes le sometan, así como a todos los casos especialmente previstos en la Carta de las Naciones Unidas o en los tratados o convenciones vigentes.

Una parte importante de los casos nuevos vienen de América Latina, que, en la última década, la utilizó para definir parte de sus diferendos como el recordado capítulo de las papeleras que enfrentó a Argentina con Uruguay.

La jurisdicción de la Corte se basa en el consentimiento de los Estados a los que está abierta. En un caso específico, la Corte tiene jurisdicción si las partes han acordado que la Corte resuelva sus controversias. Este consentimiento puede ser expresado a través de declaraciones unilaterales, de tratados, o a través de un acuerdo especial.

Jurídicamente, la base normativa de las acciones de la Corte Internacional de Justicia se encuentra en su Estatuto -al que ya referimos como parte de la Carta de la ONU- y en su reglamento que contiene las normas procedimentales que rigen su actuación.

En el caso venezolano, salvo a lo que refiere las normas contenidas en la Carta de la ONU, es importante tener en cuenta que la República no ha ratificado los documentos que le confieren la competencia a la CIJ, como previsión de la posibilidad de que se planteen conflictos judiciales por el territorio y que la conclusión resulte tan contraria como ocurrió con el tristemente famoso Laudo de París sobre la zona en reclamación.

Allí, tenemos la primera cuestión jurídica y política que parece limitar el entusiasmo de que la CIJ, al reconocer que los actos de Estados Unidos sobre Irán son contrarios a sus normas, pueda servir para plantearle nuestra situación.

La segunda, tiene que ver con que la decisión no es tan absoluta como los titulares de prensa, puesto que está delimitado el conflicto en la historia de los tratados de amistad que se firmaron y se incumplieron en ese caso en específico. Por ende, no tenemos una decisión, que con la fuerza que mereciera el sistema de los Derechos Humanos y el principio de igualdad jurídica de los Estados, deje en claro que sancionar no es una alternativa justa.

Es importante, para evidenciar lo anterior, que una vez pronunciada la decisión de la CIJ, se inicia un conflicto diplomático entre los Estados Unidos y la CIJ, puesto que la decisión fue estimada por los norteamericanos como un abuso de derecho, específicamente el abogado Richard Visek, del Departamento de Estado. Consideró que «Estados Unidos objeta la admisibilidad de esta demanda que constituye un abuso judicial porque el caso no es susceptible del Tratado de 1955».

Ante lo cual, el Secretario General de la ONU, a través de su portavoz Stéphane Dujarric, señaló que «la Corte Internacional de Justicia es uno de los órganos principales de esta organización. El secretario general cree firmemente en la defensa de la labor de la Corte Internacional y que no le corresponde a apoyar decisiones particulares. Esta es una disputa entre dos Estados miembros. Apoyamos el proceso que representa la Corte Internacional de Justicia».

Con esto como escenario debemos apuntar varias cosas. Por un lado, que la decisión pone en evidencia que las sanciones, a la vez que fracasan en su empeño de aislar o destruir gobiernos y procesos políticos -el mejor ejemplo de esto es el caso de Rusia-, lesionan los derechos de la población, puesto que, en la medida en que los Estados son una ficción, los patrimonios que por congelamiento de fondos o alteraciones del comercio se afectan, son los mismos que tienen los gobiernos para crear o mantener la estructuras necesarias para garantizar derechos.

Luego que todos los intentos de construir un sistema de justicia a nivel universal han fracasado puesto que su parcialidad compromete los principios fundamentales de tan altas labores, y luego porque finalmente carecen de la fuerza para hacer valer sus decisiones, impidiendo o demandando alguna conducta por parte de los Estados. En especial cuando visan sus miembros más fuertes que pueden, como en este caso, generar una auténtica crisis y mediante la asfixia económica o el boicot institucional.

Sobre el orden internacional

Olvidemos por un momento todos los aspectos idealistas. Las relaciones internacionales son una realidad compleja donde veremos un espacio para la diplomacia, otro para el derecho, y finalmente nos encontraremos tan sólo fuerza, en sus diferentes formas. Una visión pragmática, guiada por las ideas de Maquiavelo, piensa todo el escenario internacional desde la idea del poder, develando así un escenario donde luchan el afán de conquista que tienen los sujetos sobre los otros y la necesidad de mantener los dominios ya conquistados, con otras potencias que quieren conquistarlos y pueblos que demandan ser libres.

Estos choques en un contexto con evidentes diferencias en la capacidad militar, en la posibilidad de influencia y en los intereses, pueden servirse de distintas herramientas pero siempre dejan al descubierto el ejercicio del poder. Por eso que, para Maquiavelo, comentado por Hans-Joachim Leu, en definitiva el cuestionamiento no está en si los medios son pacíficos o no, sino en el juego que mantienen los sujetos.

Evidentemente desde aquellas ideas ha pasado mucho tiempo, y lo que apenas era entonces costumbre se fue convirtiendo en Derecho. Se sucedieron periodos de paz y guerra; de necesidad y de bonanza. Empezaron los pueblos a cuestionar las formas en las que el poder se ejercía y se acumulaba la riqueza, y allí, con la independencia de nuestros países, las declaraciones de derechos de los ciudadanos y los conceptos propios del liberalismo y la Ilustración, nacieron parte de las cosas que nosotros hemos entendido como inherentes, incluso como si gozaran de un reconocimiento que les brindara universalidad y perpetuidad.

El idioma, los principales nombres e instituciones del actual Derecho Internacional, se construyeron al ocaso del siglo XIX y con una intención, confesa o discreta, de «civilizar» el mundo. Es decir, de ponerle fin a la barbarie entendida como las formas de vida que no se correspondían con los conceptos que en Europa se habían desarrollado.

Así, en documentos tan brillantes como el Manifiesto con el que Rolin inicia en 1868 la Revista de Derecho Internacional y de legislación comparada, ya hay referencias a aquel Derecho que, desde 1864 en Ginebra, comienza el intento de regular el manejo de las hostilidades y limitar la guerra. Sus interrogantes demuestran la certeza de que la diplomacia no era fiable.

Ese desconcierto, la debilidad de los acuerdos frente a la contundencia de la violencia, hace que los principales juristas de la época que se preocupan sobre el tema se centren en la visión internacional de la soberanía, inspirados algunos por los conceptos de voluntad y autonomía que traían del Derecho romano.

Se imponen desde entonces algunas reglas para intentar darle naturaleza jurídica a lo que ocurre en lo internacional, y se afirma que «la diplomacia no debía prestarle atención a las constituciones internas o formas de gobierno; no estaba permitida ninguna intervención sobre las bases ideológicas», y para esto, profesores notables para la época como Klüber o Jellinek, van a desarrollar la concepción de la soberanía como la independencia de la voluntad de todos los demás Estados en los asuntos de una nación.

Evidentemente, estas nociones soberanistas van a tener un quiebre cuando, a través de la construcción internacional de los Derechos Humanos, se va a erigir una visión idealizada de los medios y los fines a los que debe aspirar un país. Esta visión distinta que relativiza los planteamientos clásicos, guarda en relación con sus antecedentes el devenir de una cosmovisión inminentemente eurocentrista: los derechos son los que en 1789 se determinaron en París y se garantizan con mecanismos similares a aquellos que han adoptado el Derecho europeo.

Con ello como construcción, el nacimiento de los Estados nacionales africanos va a ser el marco para modernizar algunas de esas ideas que surgieron como principios fundamentales. Con ello se tomará su forma definitiva el principio de autodeterminación de los pueblos, con el que se afirmará que «todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación; en virtud de este derecho, determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural».

¿Se puede sancionar? ¿Quién puede hacerlo?

En una visión introductoria, entendamos que una sanción es la respuesta de un orden normativo frente al incumplimiento de una norma. Es decir, es la consecuencia de comparar un supuesto normativo con la realidad.

En principio, si nosotros consideramos que los Estados son soberanos, que la diplomacia debe respetar las normas propias de los sujetos que interactúan y que los pueblos tienen derecho a la autodeterminación, resulta difícil que exista una causal o una autoridad válida en el Derecho Internacional para sancionar a un Estado. En especial que puedan los Estados, que son entendidos como jurídicamente iguales, sancionar unilateralmente a otros.

Pues es un tema muy distinto cuando el sujeto que sanciona es una entidad de Derecho Internacional a la cual una nación, en un ejercicio de su soberanía, se ha sometido. Allí que en esta materia el asunto suele centrarse en evaluar si es o no es efectivo un método utilizado y cómo se integra el plano internacional en el derecho interno.

Lo contrario ocurre cuando un Estado, de manera unilateral, decide sancionar a otro. No es una acción de nuestro controvertido pero a la final existente Derecho Internacional, sino una argucia para extender su propia jurisdicción sobre la soberanía de un tercero. Es visto así, un acto hostil y antijurídico, que no tiene sino en su propio sistema un espacio para existir.

Visto desde la estructura que conforma la Organización de las Naciones Unidas, la idea de que existan sujetos que pueden sancionar es limitada, porque esto sólo pueden ejecutarlo quienes a través de un tratado o una resolución se le ha dado previamente la capacidad de hacerlo. Este es el tan fundamental principio del juez natural, de la autoridad preexistente, de la necesidad de una ley previa, que haría que sólo pudiéramos ver actos de esta naturaleza nacer en el Consejo de Seguridad o en los Tribunales, permanentes o especiales que tiene el sistema.

Este es un enfoque sumamente interesante porque nos permite ver que cuando un Estado se reconoce un derecho a sancionar a otro lo que, en virtud del Derecho Internacional, le está negado, termina por descartar todos los procedimientos que convencionalmente están fijados. Quizás esta es una de las razones por las cuales hasta el Secretario de la ONU considera que el sistema onusino enfrenta una de las peores crisis de su historia.

Sin embargo, la realidad omite tan evidentes normas y se aparta de los principios generales, de un modo que podría sorprendernos porque existen pocos temas que se hayan votado más y con un quórum de rechazo más alto que el bloqueo que, a modo de sanción internacional unilateral, los Estados Unidos le ha aplicado a Cuba.

Esta es incluso la mejor radiografía para observar la salud del sistema universal, si consideramos que en 2017 se produjo una votación, de las más de 26 consecutivas que se han hecho sobre el tema, en la que 191 países votaron contra el bloqueo y solo Israel respaldó a Estados Unidos, sin que esto haya podido modificar un ápice en la política norteamericana sobre la isla.

Por ello, no hay un tema más vivo en el Derecho Internacional actual que la distorsión que producen las sanciones unilaterales. En especial desde el año 2015, cuando la práctica se ve definitivamente establecida en el manejo de los temas internacionales por parte de Estados Unidos y comienza a salpicar frenéticamente la forma de actuar de Europa.

En la opinión de Alfred de Zayas, comisionado por la ONU para hacer un informe sobre este tema en 2014, en el mundo no existe ningún Estado que se haya adjudicado mayormente la tarea de sancionar a otros que los Estados Unidos. Así, según la información publicada por el Departamento de Estado de dicha nación, además de un par de programas nucleados en impedir alguna conducta, Estados Unidos tiene listados de sancionados en 19 países.

Las primeras están referidas a la Península balcánica; luego, ya entrando propiamente a los Estados, Bielorrusia (Belarús), Burundi, República Centroafricana, Cuba, República Democrática del Congo, Irán, Iraq, Líbano, Libia, Corea del Norte, Somalia, Sudán, Sudán del Sur, Siria, Rusia, Venezuela, Yemen y Zimbabwe.

Al observar los nombres de las naciones visadas podemos descubrir cuán inoficiosas son las sanciones para producir un cambio político, donde destacaría el caso de Cuba; o, para evitar la guerra o como alternativa a una agresión militar tradicional, donde veríamos que además de invadidos también están sancionados los iraquíes o Libia.

Ciertamente, algunos quisieran relativizar esto señalando que el Departamento de Estado suele identificar del universo nacional a un sujeto o a un puñado de ellos para sancionarles. Sin embargo, este no es el efecto real de una sanción que termina advirtiendo a sus nacionales, personas naturales o jurídicas, que de realizar intercambios con un gobierno serán ellos a su vez objeto de las consecuencias previstas por actos antipatrióticos en su país.

Del mismo modo existen documentos sancionatorios que, identificados como relativos a una persona, atacan directamente los procesos nacionales o las actividades comerciales, generando graves distorsiones como las que han ocurrido en Corea del Norte, o limitando el potencial de primeras industrias, como la aviación o la producción automotriz en Irán.

Es tan poderoso el efecto nocivo que tienen las sanciones sobre los países que, a veces, los efectos nocivos rebotan a los países que las imponen. Por ejemplo, en el caso de las sanciones a Rusia, los productores agrícolas de Francia han reportado sufrir pérdidas extraordinarias al caer uno de sus principales mercados.

Lecturas auténticas

Este panorama no tan sólo puede criticarse desde el análisis de sus choques con los principios fundamentales, sino que en el seno de la misma ONU existen documentos, con carácter de interpretaciones auténticas, que las han denunciado.

Pienso que en la materia, uno de los referentes más importante lo constituye la Observación General N°8 aprobada por el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, en la que se analiza la «relación entre las sanciones económicas y el respeto de los derechos económicos, sociales y culturales», y se señala expresamente que:

«…Si bien los efectos de las sanciones varían de un caso a otro, el Comité es consciente de que casi siempre producen consecuencias dramáticas en los derechos reconocidos en el Pacto. Así, por ejemplo, con frecuencia originan perturbaciones en la distribución de suministros alimentarios, farmacéuticos y sanitarios, comprometen la calidad de los alimentos y la disponibilidad de agua potable, perturban gravemente el funcionamiento de los sistemas básicos de salud y educación y socavan el derecho al trabajo. Además, cabe citar entre las consecuencias indeseadas el refuerzo del poder de minorías opresoras, la aparición prácticamente inevitable de un mercado negro y la generación de grandes beneficios inesperados para los grupos de privilegiados que lo administran, el aumento del control que las minorías gobernantes ejercen sobre la población en general y la restricción de oportunidades de búsqueda de asilo o de expresión de oposición política. Aunque los fenómenos mencionados en la frase anterior tienen un carácter esencialmente político, ejercen asimismo un importante efecto adicional en el disfrute de los derechos económicos, sociales y culturales».

Con estas consideraciones resulta evidente que las sanciones son un acto ilegal que tan sólo encuentra «zonas grises» o de relativa legalidad cuando son impuestas por organizaciones jurídicamente constituidas y expresamente autorizadas para fijarlas; aunque incluso estas tienen unas consecuencias importantísimas para los derechos de la población, porque recordemos que las garantías no suelen exigir actos imposibles o más allá de las capacidades materiales para cumplirlas, y las sanciones pretenden condicionar la soberanía de sus destinatarios así como hacer más duras las condiciones de existencia y gobernabilidad de un pueblo.

Ana Cristina Bracho

Misión Verdad

 

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