Opinión / Noticias / Héctor Rodríguez Castro

2.Dic.2017 / 09:20 am / Haga un comentario

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La violencia es el último recurso del incompetente” escribió el escritor de ciencia ficción estadounidense Isaac Asimov, y cuando esa violencia es producto de una cultura patriarcal, machista, la marca de la injusticia crece a niveles exponenciales.

De acuerdo con el informe del Instituto Metropolitano de la Mujer en el 2016, el estado Miranda encabeza los índices de violencia contra la mujer con un 13%, por encima de Carabobo (11%), Bolívar (9%) y Zulia (9%).

El 25% de las víctimas está entre los 16 y los 25 años, lo cual nos debe encender una alarma, porque estamos hablando de quienes tienen sobre sus hombros la responsabilidad de muchos hogares, espacios laborales y en nuestro país la conducción política de las bases de la revolución. La agresión contra ellas se convierte en una ola de proporciones críticas.

Cuando se trata de la reproducción de un modelo de conducta social, la escuela está primeramente en el hogar: son las madres, padres, las tías, tíos, las abuelas y abuelos quienes con su ejemplo pautan el aprendizaje de los niños y niñas.

Si ellos son victimarios, si son capaces de gritar, golpear, humillar a las mujeres, sus hijos reproducirán esta conducta. Si ellas son víctimas y aceptan la violencia por parte de sus parejas y hasta de sus hijos varones, su ejemplo se convierte también en el referente, incluso para que las niñas de casa se conviertan en las futuras dianas de la violencia masculina.

Y decía el líder negro, asesinado por su posición sólida contra un sistema de iniquidades, Malcolm X: «Si alguien te pone las manos encima, asegúrate que no las ponga encima de nadie más«.

Quien se acostumbra a callar aunque tenga la razón; a bajar la mirada cuando el otro se sulfura; a creer que los gritos y el descrédito es la forma natural como debe ser tratada; a ser golpeada, empujada, despreciada por el mero hecho de ser mujer, está labrando una tumba profunda para ella y su descendencia. Mientras, aquel que la violenta, está muy lejos de ser un hombre y el ser humano superior que se ha creído por abusar de quienes nos han regalado la humanidad.

La construcción de una sociedad de iguales pasa por una reconsideración profunda de la justicia.

No basta con que existan más de sesenta tribunales para atender las denuncias de violencia de género, no es suficiente con la presencia de los centros de resolución de conflictos en cada una de nuestras comunidades, no es suficiente con pensar que la presencia de una policía comunal pondrá reparo a esa situación de violencia contra la mujer.

Se necesita más…

La solución a esta injusticia y desequilibrio de siglos está en manos de toda la sociedad. Lógicamente también es responsabilidad de los funcionarios del Estado. Debemos reconstruir la conciencia y el corazón, para que se comprenda que la revolución es vernos todos cara a cara, en igualdad de condiciones, nuestros brazos, nuestras manos y nuestras cabezas deben ser uno, para avanzar en la organización social y en la transformación socialista.

Las mujeres son rosas, con pétalos y también espinas que necesitan para protegerse. Ese instinto infinito de cuidar la vida, esa capacidad tremenda de amar y esas capacidades sorprendentes que demuestran en sus luchas, las hacen indispensables. Son nuestras abuelas, madres, esposas, hermanas, hijas, vecinas, compañeras de trabajo. Nosotros los hombres apenas somos la mitad de la población y estamos obligados a superar el machismo y el patriarcado para aprender a vivir. Porque no es de hombres maltratar ni física ni psicológicamente a una mujer. Sólo en igualdad tendremos una sociedad segura, sana y productiva.

Cortázar resume en esta frase el camino que debemos seguir los hombre para superar las desigualdades: Mujer “Siempre fuiste mi espejo, quiero decir que para verme tenía que mirarte”.

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