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1.Sep.2015 / 09:53 am / Haga un comentario

Foto: Misión Verdad

Hay una regla general que, en capitalismo, se cumple como ley tallada en piedra: quien controla la energía tiene el poder.

La energía dinamiza, encauza la realidad y hace correr el mundo. La energía humana ha sido explotada y expoliada durante siglos para construir lo que hace posible que podamos comer, vestirnos, tener un techo y hasta entretenernos. Asimismo ha estado sucediendo con el petróleo desde que apareció como forma de energía capaz de hacer circular mercancías, erigir bienes e impulsar servicios para el consumo humano.

Lenin describió, así, el imperialismo: «(…) es el capitalismo en la fase de desarrollo en la que ha tomado cuerpo la dominación de los monopolios y del capital financiero, ha adquirido señalada importancia la exportación de capitales, ha empezado el reparto del mundo por los trusts internacionales y ha terminado el reparto de toda la Tierra entre los países capitalistas más importantes». Esta distribución de la tajada global tuvo lugar a través de guerras, necesarias éstas para imponerse dueños sobre otros más pequeños, y para sojuzgar pueblos. Quien controla un territorio también controla la energía contenida en su jurisdicción.

En Venezuela la inserción imperialista está íntimamente vinculada con el auge del chorro petrolero. La concesión a Camilo Ferrand el 24 de agosto de 1865 para «taladrar, sacar y exportar petróleo o nafta en todo el estado Zulia», fue la primera de una serie que convendría sobre todo al capital extranjero con miras a la acumulación monopolista.

Una sola empresa venezolana, Petrolia del Táchira, tuvo la suerte de coronar en 1878 la concesión para extraer petróleo y comercializar kerosén desde la hacienda La Alquitrana, en zona andina. Ese mismo año se le concede la adjudicación a Horatio Hamilton sobre el lago de asfalto de Guanoco, en el estado Sucre, concesión que posteriormente fue traspasada a la New York and Bermudez Company. En los tiempos de Antonio Guzmán Blanco, caracterizado por el levantamiento del Estado moderno y el comienzo de la inserción de grandes, aunque pocos, capitales extranjeros en el desarrollo de la agricultura, el petróleo aún no estaba en la primera fila del escenario comercial global.

Se enfilan las tropas para la invasión

Cipriano Castro, durante su mandato, en un impulso proteccionista en torno a las concesiones a capitales foráneos, revocó la adjudicación que estaba en manos de la New York and Bermudez Company. Debido a esta decisión, se acorraló a Venezuela desde la costa a finales de 1902 en un intento de invasión que fue sorteado audazmente por el mismo gobierno, con Castro de cabecilla. Este presidente no era el indicado para llevar a cabo el plan de penetración imperialista que con Juan Vicente Gómez empezó a hacerse efectiva.

A partir de 1907, las concesiones fueron dadas a los compadres de Gómez, grandes terratenientes con vastas tierras para la exploración y explotación de petróleo. La mayoría de estas adjudicaciones fueron trasladadas al trust holandés-británico Royal Dutch Shell. John Allen Treguelles, Rafael Max Valladares, Eduardo Navarro, Rafael Antonio Font Carrera, Domingo Navarro, Manuel A. Álvarez, López Méndez, Adison Mac Kay, Julio F. Méndez, López Rodríguez, Adolfo Bueno, todos compinches, recibían una tajadita mientras las petroleras extranjeras hacían sus agostos.

La Dutch Shell llegó primero, y por eso disfrutó de las mejores concesiones. Luego la Standard Oil, de la familia Rockefeller, llegó a tierras venezolanas para quedarse. Fue el jefe de esa familia, Nelson D., quien había dicho por experiencia que «la mejor manera de explotar petróleo es con una dictadura petrolera». Cuestión que Gómez acató al dedillo.

«El imperialismo requería orden estable, inconmovible paz y trabajo constante, es decir, necesitaba una situación interior enteramente adecuada a sus intereses a fin de aumentar hasta el límite de lo posible sus superbeneficios a costa de la explotación de las masas. Por eso Gómez, lacayo incondicional del capital financiero, aplastó a sangre y fuego todo brote que pudiera trabar la tranquilidad interior. Esos imperativos tuvieron su concreción en el lema político de Gómez: Orden, Paz y Trabajo», escribía Carlos Irazábal en 1939. El proyecto del andino bigotón se llamó Rehabilitación Nacional, que, entre otras cosas, en el fondo significó convertir a la nación en segundo lugar como país productor y primero como exportador de petróleo en el mundo (la refinación del crudo se hacía en las Antillas a petición del mismo Benemérito, debido a su miedo por la proliferación del proletariado que crecía, según la tesis de Domingo Alberto Rangel). Comenzaba a perfilarse la mina Venezuela como uno de los botines más preciados.

Enclaves petroleros

En 1914 la Dutch Shell perforó en la costa oriental del lago de Maracaibo lo que se conocería como el primer campo venezolano de importación mundial: Mene Grande. Pero fue en 1922 que la excitación imperialista cobró mayor fuerza. El pozo Barroso 2, también en el Zulia, disparó al cielo un chorro incontenible de oro negro durante nueve días. Aquella lluvia petrolera hizo parecer pequeños los yacimientos explotados de Bakú y Tampico, en Rusia. Para fortuna de las grandes petroleras, los Rockefeller hicieron trabajar a sus abogados para que la Ley de Hidrocarburos de 1922 les beneficiara en cuanto a concesiones, exclusividades en torno a extracción y comercialización y pocos pagos en regalías para el Estado.

Sin embargo, ese puñado de dólares eran suficientes para invertir en infraestructura (que beneficiaba a las petroleras, como las carreteras), bienes y servicios varios. Y para que Gómez estuviera cogiendo sereno por las tardes y comiendo carne en vara sin ningún tipo de preocupación desde su finca en Maracay. Se erigió como el más grande terrateniente del país sólo para permitir enclaves de las petroleras, cuyo monopolio estaba en manos de la compañía holandesa-británica y, por supuesto, del trust Rockefeller. La Compañía Petrolia del Táchira, por mostrar el caso más representativo, fue absorbido completamente por estas transnacionales. La competencia empezaba a desecharse.

En 1928, desde el castillo de Achnacarry, Escocia, las grandes petroleras extranjeras (con la Standard Oil a la cabeza) suscribieron un acuerdo para controlar todas las áreas de producción fuera de Estados Unidos, todas las operaciones foráneas de refinación, y todas las patentes, conocimientos y tecnologías referidas al trabajo del crudo. Con esto el imperialismo encadenaba al mundo entero; las llamadas Siete Hermanas se dividieron el mercado global, fijaron los precios, controlaron los oleoductos y las facilidades de transporte. Mientras esto sucedía, ya para 1939 el capital petrolero anglo-yanqui representaba en el país alrededor del 90% del total de las inversiones extranjeras, que también cubrían otros espectros industriales como las explotaciones de oro (New Gold Fields of Venezuela, Ltd.), cobre (de Aroa, South American Copper Company), magnesia (The Magnesite Products Corporation of New York and Philadelphia). Ni hablar de la industria eléctrica en manos de filiales norteamericanas y los tranvías en manos del capital inglés.

El proceso de destrucción del aparato productivo agrícola se vio incrementado a partir de la segunda mitad de la década de 1920. Las importaciones en masa se hicieron regla común, y con ello una burguesía que se dedicó a vender y revender lo que compraban con los dólares del Estado, provenientes de las migajas que dejaban los Rockefeller y cía.

«Controla el petróleo y controlarás las naciones»

La frase es de Henry Kissinger, pupilo y operador ejemplar de la política imperialista del trust Rockefeller. Las condiciones para explotar con alta rentabilidad, es decir, con un mercado para el excedente de la producción industrial, propiedad de las fuentes de riqueza y super-explotación de la fuerza de trabajo, fueron efectivas.

Estas características incrementaron sus cualidades durante el conocido trienio adeco (1945-1948) mediante el decreto Nº 319, el cual significó la creación de la Corporación Venezolana de Fomento. Con un capital inicial de 3 millones de dólares, de los cuales Rockefeller invirtió un tercio. Todo ese dinero, por supuesto, serviría para mejorar las condiciones de explotación de recursos de las transnacionales, mientras Fedecámaras y sus amiguitos financieros recibían una porción.

Con Marcos Pérez Jiménez las petroleras tuvieron sus buenos momentos, pero la pequeña oligarquía militar que sostenía al dictador se estaba enriqueciendo demasiado rápido, y su poder incrementaba con el pasar de los años. Por lo que Rockefeller mismo decidió financiar el golpe de Estado de 1958, para así tener un control más regio y seguro de sus inversiones. Este dominio se tradujo en el puntofijismo, nacido en Nueva York.

De la nacionalización al toque de puerta

El 31 de diciembre de 1975 la filial de Rockefeller en Venezuela, la Creole Petrolium Corporation, se fusionó con el Estado venezolano en forma de empresa mixta a la norteamericana. Conservó su sistema de comercialización y la Opep dejó de fijar los precios del crudo a lo interno. El monopolio sobre la tecnología, el cual el Estado pagó alrededor de 750 millones de bolívares, estaba en manos de la transnacional, además del control de la producción. Los ejecutivos de antes mantuvieron los puestos de aquel ahora. Además, se le pagó una mentirosa indemenización de 4 mil 300 millones de bolívares, cuando ya Rockefeller había recuperado hasta ocho veces y media la inversión total de hacía unas pocas décadas atrás. El vicepresidente de Mercado de la Exxon tildó el acuerdo «nacionalizador» de generoso.

El saqueo que ejecutaron los grandes trusts a Venezuela trajo consigo la miseria planificada de las mayorías empobrecidas y una clase media mayamizada hasta el absurdo.

Ya estábamos invadidos, pero no nos dimos cuenta hasta que llegó cierto comandante para juntar la manada que estalló en 1989. O sí nos enteramos pero nos pintaron el asunto como un crimen aceptable.

Hoy, debido a los años forjados en Revolución Bolivariana y bajo la conducción de Hugo Chávez, y ahora con Nicolás Maduro al volante, el trust Rockefeller tiene que pedir permiso al Estado venezolano antes de entrar. Aun con todos las décadas fundiendo sus hierros para hacer llaves a su antojo.

Son aquellos dueños que se incrustaron en este territorio para saquearlo hasta la saciedad los mismos que, con el gobierno de Guyana de títere, quieren retomar el poder mediante una guerra. Aún se creen dueños de la energía de este pedazo de mundo.

Misión Verdad

 

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