Opinión / Luis Britto García

25.Ago.2014 / 04:42 pm / Haga un comentario

Foto: Luis Britto García

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Los gobiernos progresistas de comienzos del milenio acceden al poder y lo mantienen por medios escrupulosa e inobjetablemente democráticos. Con procedimientos institucionales reinician postergadas reformas agrarias, conceden y hacen efectivos derechos sociales, instauran o reafirman el control de industrias que explotan recursos naturales, emprenden caminos hacia una industrialización moderada y ajustada a las necesidades locales, expulsan misiones y bases militares estadounidenses.

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Esta renuncia a las vías de hecho no les ahorra la violencia contrarrevolucionaria. En Venezuela, cuando un golpe de Estado secuestra en 2002 a Hugo Chávez Frías, las mayorías inundan las calles y lo reinstauran como Presidente. Torrenciales movilizaciones acompañadas de un referendo mantienen en el poder a Evo Morales contra el intento derechista de secesión de la Media Luna. En Ecuador, marejadas del pueblo sostienen en el poder a Rafael Correa. En Argentina, todo tipo de agresiones sacuden el gobierno de Kirchner; fallecido éste, el voto mayoritario coloca en su lugar a su viuda María Cristina Fernández.

Pero el apoyo popular no salva a los constitucionalmente electos Manuel Zelaya de Honduras y Fernando Lugo de Paraguay. Se plantea así el desafío de cómo elevar al poder y mantener en él a una revolución pacífica a la cual la derecha asalta con violencia, sabotaje económico, terrorismo e injerencia imperial.

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La respuesta está en la dinámica y oportuna movilización de masas. Ésta se logra a través de la prédica y la práctica de la participación popular. Gobiernos bien intencionados pero respaldados sólo por mayorías reducidas a la pasividad serán fácilmente derrocados mediante las recetas clásicas de la manipulación mediática, la agresión externa e interna, el bloqueo y la guerra económica.

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En la Unión está la fuerza. La solidaridad es la herramienta con la cual los países pequeños pueden resistir a las potencias hegemónicas. La región latinoamericana y caribeña logró su Independencia a principios del siglo XIX en contiendas en las cuales cooperaron milicias de los más lejanos rincones del Continente. Pero desde finales de ese siglo estuvo sujeta a intentos de integración tutelados por Estados Unidos: la Unión Panamericana, luego el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, la Organización de Estados Americanos. Estos nudos fueron reforzados con una red de Acuerdos Multilaterales de Inversión, que privilegiaban a los capitales por encima de los países; de Tratados de Promoción y Protección de las Inversiones, que nulificaban las políticas proteccionistas y sometían las controversias a tribunales o Juntas Arbitrales transnacionales; de Tratados contra la Doble Tributación, que garantizaban la inmunidad tributaria de los inversionistas. La potencia hegemónica intentó reservarse la región como vasta zona absolutamente abierta a sus inversiones y exportaciones con el Área de Libre Comercio para las Américas (Alca), proyecto que recibe en 2004 una aplastante derrota.

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El nuevo milenio inaugura así una nueva diplomacia, marcada por la ampliación del Mercosur y la proliferación de organizaciones regionales integracionistas cuya independencia está garantizada por la ausencia de Estados Unidos y Canadá: Mercosur, Unasur, la Celac, el Alba. Las relaciones internacionales se orientan hacia la multipolaridad, y amplían vínculos con Asia, con África, con los No Alineados, con el Bric. Paralelamente, Ecuador y Venezuela se libran de la tutela transnacional del Centro Internacional de Arreglo de Diferencias sobre las Inversiones, y de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos. Perfeccionar esta orientación integracionista y pluralista es para las democracias socialistas tan decisivo como la movilización popular.

 

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