Opinión

29.Abr.2015 / 09:59 am / Haga un comentario

Richard Canan

Sociólogo

@richardcanan

No hay mejor regalo que un libro. Es la oportunidad de brindar conocimientos, sabiduría. En uno de mis cumpleaños me obsequiaron Memoria del Fuego. Nunca lo había leído. Allí descubrí nuevamente a Eduardo Galeano, que con su extraordinaria pluma, con su genio, nos brinda un relato vivo y apasionado de nuestra historia y nuestros orígenes. Este libro es parte fundamental de la construcción de nuestra identidad latinoamericana.

Memoria del Fuego sigue en la línea de Las Venas Abiertas de América Latina, pero se adentra en ricos detalles y anécdotas de nuestro devenir histórico, de los momentos más trascendentales en la construcción de nuestra cultura y de nuestra identidad. Galeano no oculta su clara intencionalidad de rescatar nuestra historia olvidada, de redescubrir a nuestros héroes, ponerlos de carne y hueso. También le pone nombre y rostro a los villanos, a los verdugos y traidores de los pueblos latinoamericanos. Galeano arranca certero en su puntería: “Nos enseñaban el tiempo pasado para que nos resignáramos, conciencias vaciadas, al tiempo presente: no para hacer la historia, que ya estaba hecha, sino para aceptarla”.

Memoria del Fuego es una trilogía que se inicia con pasajes de nuestra América precolombina, retrata todo el proceso de colonización, saqueo y despojo; recorre las luchas de independencia, y retrata los sucesos más significativos hasta llegar al siglo XX.

En el primer libro de Memoria del Fuego, Los Nacimientos, Galeano da vida a nuestras voces indígenas y sus explicaciones mágico-religiosas sobre la creación del mundo y de todas las cosas que nos rodean. Como señala la mitología Makiritare: “Rompo este huevo y nace la mujer y nace el hombre. Y juntos vivirán y morirán. Pero nacerán nuevamente. Nacerán y volverán a morir y otra vez nacerán. Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira”. También ratifica nuestra esencia, tal como está delineada en el Popol Vuh: “Entonces los dioses hicieron de maíz a las madres y a los padres. Con maíz amarillo y maíz blanco amasaron su carne. Las mujeres y los hombres de maíz veían tanto como los dioses. Su mirada se extendía sobre el mundo entero. Los dioses echaron un vaho y les dejaron los ojos nublados para siempre, porque no querían que las personas vieran más allá del horizonte”.

Para quebrar (y traumar) la armonía de las sociedades indígenas llegó Colón en 1492, cercenando su desarrollo, costumbres y cultura. Colón solo venía a lo suyo y se abalanzó sin vergüenza a llevar los tesoros encontrados a sus flamantes reyes (y financistas): “Centellean sobre las bandejas las piezas de oro que Colón cambió por espejitos y bonetes colorados en los remotos jardines recién brotados de la mar”. Por tal grandioso descubrimiento y tan noble proeza, “El apoderado de Dios concede a perpetuidad todo lo que se haya descubierto o se descubra, al oeste de esa línea, a Isabel de Castilla y Fernando de Aragón y a sus herederos en el trono español”.

Luego del “descubrimiento” Galeano va tejiendo la crónica del despojo y el saqueo que el Reino de España ejecutará por siglos en estas tierras. Siempre con el mismo modus operandi, “los perros clavarán sus dientes en la carne desnuda de cincuenta indios de Panamá”. Eso sí, los colonizadores españoles son extremadamente respetuosos en cumplir las instrucciones del Rey: “no se puede atacar a los indígenas sin requerir, antes, su sometimiento”. Ante la evidente resistencia de los pueblos indígenas, todo es destrucción, muerte y saqueo. En carne propia lo vivió el emperador Moctezuma en 1519, creyendo que el conquistador Hernán Cortés era el dios Quetzalcóatl, lo “recibió” con los brazos abiertos, terminando prisionero de los españoles, apedreado por su propio pueblo y ocasionando el fin del imperio azteca.

Ante el horror del saqueo Fray Bartolomé de Las Casas escribe en 1531 al Consejo de Indias: “Más hubiera valido a los indios, sostiene, irse al infierno con su infidelidad, su poco a poco y a solas, que ser salvados por los cristianos. Ya llegan al cielo los alaridos de tanta sangre humana derramada: los quemados vivos, asados en parrillas, echados a perros bravos”. Luego de décadas de muertes y con total hipocresía el Papa Paulo III (1537) pondrá compón con la bula Sublimis Deus, donde “descubre que los indios son seres humanos, dotados de alma y razón”. Claro, nadie le parará por como 400 años. Pero los conquistadores no solo pretenden el saqueo de las riquezas materiales, también persiguen la destrucción de la cultura y tradiciones indígenas, por eso en 1562, “Fray Diego de Landa arroja a las llamas, uno tras otro, los libros de los mayas”.

A la tragedia de los indígenas americanos se le sumará la tragedia de los nativos africanos, mano de obra fuerte para las minas y los campos del régimen colonial. Galeano señala que “Han sido atrapados por las redes de los cazadores y marchan hacia la costa, atados unos a otros por el cuello, mientras resuenan los tambores del dolor en las aldeas”.

El Reino de España no está solo en el saqueo de las riquezas de nuestro continente. España concede, para pagar sus deudas, derechos de exploración y explotación sobre vastos territorios a terceros países. El resto de los imperios crean sus propias rutas comerciales, ya sea a través del contrabando y la piratería o a través de legítimos acuerdos comerciales. Galeano retrata como en 1669 “Las fragatas de Morgan rompen el candado español a cañonazos y ganan la mar. Navegan repletas de oro y joyas y esclavos. A la sombra de los velámenes se alza Henry Morgan, vestido de la cabeza a los pies con el botín de Maracaibo”.

En el segundo libro de Memoria del Fuego, Las caras y las Máscaras, Galeano retrata crudamente la insaciable búsqueda de oro, de El Dorado, que más bien “parece el nombre de una fosa sin ataúd ni sudario”.

La barbarie también ocurre contra los indígenas del norte, los de Canadá y Estados Unidos, los cuales son despojados de sus tierras y riquezas. Perseguidos y exterminados serán luego confinados a las “reservaciones indias” (aún se utiliza el peyorativo “servant nations”). Galeano también explica cómo surge Estados Unidos: “Inglaterra nunca ha prestado demasiada atención a sus trece colonias en la costa atlántica norteamericana. No tienen oro, ni plata, ni azúcar; nunca le fueron imprescindibles…”. Pero se sublevan y “se niegan a seguir tributando obediencia y dinero al rey de una isla tan lejana. Alzan bandera propia, deciden llamarse Estados Unidos de América, reniegan del té y proclaman que el ron, producto nacional, es bebida patriótica. Todos los hombres nacen iguales, dice la declaración de independencia. Los esclavos, medio millón de esclavos negros, ni se enteran”.

En medio de los relatos de Galeano aparece Miranda. Y aparece Bolívar de la sabia mano del maestro Simón Rodríguez, el cual le habla de “libertad, igualdad, fraternidad”. En 1803 se dará la independencia de Haití, que ha derrotado al “invencible” ejército de Napoleón Bonaparte. A partir de allí, los gritos de independencia se expandirán como reguero de pólvora por todo el continente. Galeano señala la circunstancia histórica: “Los criollos desconocen el trono que José Bonaparte, hermano de Napoleón, ocupa en Madrid. Asombrosamente, el ronco grito de la libertad ha brotado de esta boca acostumbrada al latín en tono de falsete. En seguida le hacen eco La Paz y Quito y Buenos Aires. Al norte, en México”. Se iniciará un largo y sangriento camino para conquistar la independencia.

Luego de la independencia y a la muerte de Bolívar en 1830, es inocultable la continuidad del intervencionismo imperial. Ya no tiene mando el derrotado Reino de España. Ahora es Estados Unidos, el naciente imperio, el que desplegará todas sus garras para dominarnos. Así, al morir Bolívar “El cónsul norteamericano en La Guaira, J. G. Williamson, anunció la separación de Venezuela y el fin de los aranceles que no convienen a los Estados Unidos”. Estados Unidos no detendrá nunca sus ansias expansionistas, por eso Galeano retrata sus trofeos de guerra: el despojo a México de la mitad de su territorio y las distintas invasiones a Nicaragua, Cuba y Guatemala.

Pero nuestra América parirá hijos que le darán luz y resistirán por siempre ante los opresores. Allí está Martí, que lleno de pasión señala: “hay otra América, nuestra América, tierra que balbucea, que no reconoce su completo rostro en el espejo europeo ni en el norteamericano. Es la patria hispanoamericana, dice, que reclama a Cuba para completarse con ella, mientras en el norte la reclaman para devorarla. Los intereses de una y otra América, no coinciden”.

En el tercer libro de Memoria del Fuego, El siglo del Viento, Galeano arranca el siglo XX con un extenso retrato de la llegada de la “modernidad”. Las máquinas, la electricidad y la industrialización no trajeron consigo ni la liberación del hombre ni la independencia de los pueblos. Hasta en el propio seno del imperio norteamericano el poder político sucumbe ante el poder empresarial (o se transmutan en un solo monstruo), así, “los Estados Unidos pertenecen a los monopolios, y los monopolios a un puñado de hombres, pero multitudes de obreros acuden desde Europa, año tras año, llamados por las sirenas de las fábricas, y durmiendo en cubierta sueñan que se harán millonarios no bien salten sobre los muelles de Nueva York. En la edad industrial, El Dorado está en los Estados Unidos; y los Estados Unidos son América”.

Para imponer su dominio Estados Unidos bandea el garrote, “América para los Americanos”, como señala la Doctrina Monroe. Por vía de la coacción diplomática o por vía de la violencia y las armas Estados Unidos siempre impondrá su ley. El caso más ejemplar de principios de siglo lo constituyó el Canal de Panamá, allí Galeano reseña como “los Estados Unidos han decidido concluir el canal y quedarse con él. Hay un inconveniente: Colombia no está de acuerdo y Panamá es una provincia de Colombia. En Washington, el senador Hanna aconseja esperar, debido a la naturaleza de los animales con los que estamos tratando, pero el presidente Teddy Roosevelt no cree en la paciencia. Roosevelt envía unos cuantos marines y hace la independencia de Panamá”.

Dándole dignidad a estas tierras, se levantan cientos de hombres y mujeres de nuestra américa en lucha por la libertad de sus pueblos. Es una lucha desigual contra opresores, oligarquías, transnacionales y botas yanquis. Están allí retratadas por Galeano las valerosas luchas de Villa, Zapata y Sandino. Está Mariátegui, como un faro de luz. Camilo Torres. Perón y Evita. La valentía de Omar Torrijos. Están retratados los tres balazos sobre el cuerpo de Jorge Eliécer Gaitán, que desataron con El Bogotazo más de medio siglo de violencia y muerte. Está la heroica lucha del pueblo cubano con Fidel, Camilo Cienfuegos y el Ché. La masacre contra los estudiantes en Tlatelolco. El martirio de Salvador Allende y las luchas de las Madres de Plaza de Mayo. El asesinato de Monseñor Romero. Las luchas del Frente Sandinista de Liberación Nacional, con Carlos Fonseca, Tomás Borges y Daniel Ortega a la cabeza. Y finaliza retratando las expresiones de neocolonialismo como en la Guerra de Las Malvinas.

Leer Memoria del Fuego es leer la historia de nuestra América, la que está oculta bajo la historia oficial, la no contada en los libros cortados a retazos por las oligarquías dominantes. Galeano ha registrado y compilado magistralmente lo que por décadas se ha mantenido oculto y olvidado. El poder del establishment para dominarnos por ignorancia, por el desconocimiento de nuestras gestas y luchas heroicas. Al leer esta historia viva, alimentamos nuestra conciencia, para mantenernos en pie de lucha e impedir todo tipo de injusticia y opresión sobre los pueblos.

 

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