Opinión

12.Abr.2016 / 10:28 am / Haga un comentario

Por: Pedro Gerardo Nieves

Una vaina es leer despachos noticiosos internacionales y otra es percibir la realidad testigos directos mediante. Mi amigo el árabe comerciante escuálido, a quien llamaré Alí para proteger su identidad, llegó de Siria horrorizado y convertido en un revolucionario chavista de armas tomar.

-Mire camarada, ya entiendo todas las vainas que usted contaba y que yo creía que eran puras mariqueras, comienza Alí con su historia.

“Me fui a Siria muy disgustado porque las vainas en Venezuela funcionaban mal. Todo era aquí en Barinas una dificultad y, aunque ya era rico, sentía que tenía un techo que impedía mi crecimiento económico. Y como cada vacación iba con mi familia a Siria y veía que allá la ley es estricta y se protege el comercio y la industria, un día que me fueron a extorsionar unos corruptos, agarré mis maletas, mi mujer y mis hijos y tomé un avión para Alepo, la tierra de mis padres”.

Llegué y todo era calidad. Había guardado dólares y comencé a transitar el camino de los negocios. Y vaya sorpresa que tuve al darme cuenta que la ley y el orden en Siria no era como yo lo había percibido: eran mejores por el gobierno fuerte y benévolo de nuestro presidente Bashar Al Assad.

La gente de trabajo era protegida y la familia y los hijos eran la joya de la sociedad. El flojo, choro o corrupto era duramente castigado. Pero primero poco a poco, y luego rápidamente, todo se fue al carajo. La vaina se volvió mierda, camarada.

Primero fueron unas pequeñas escaramuzas, unas pequeñas manifestaciones, unas protestas aquí y allá. Luego vinieron los chismes, rumores, intrigas y cizañas por religión, por plata, por todo. La vaina dura venía en el facebook, en el twitter y otras redes sociales, por bojote. El mensaje era que había que hacer una revolución en Siria para que el presidente se fuera y hacían llamados al Ejército para que lo tumbaran. Pero el ejército no quiso.

Sin quererlo, ni saberlo, todos nos fuimos volviendo enemigos y la sociedad se fue dividiendo entre los que queríamos el orden  y la prosperidad con nuestro presidente Assad y los que decían que debía irse al precio que fuera.

Pronto comenzaron los asesinatos. Nos horrorizamos mientras comenzamos a llorar a familiares y amigos. Y empezamos a odiarnos.

Estudiantes chamitos, todos carajitos, comenzaron a activarse en redes sociales, en pintas y murales, con pancartas y grafitis, por todos lados. Pedían la salida de Assad. Eran dirigidos por gente que venía de otro lado y recibían plata de los recién venidos y de afuera. Computadoras, pendrives y toda la vaina de internet le llegaba a los chamos que querían sumarse a la revolución chimba esa. Porque ya todos sabíamos que los gringos estaban detrás.

Un día encontré a mi mujer llorando. Aydan su sobrino el futbolista flaquito que le gustaba pintar se había vuelto loco. Con un fusil andaba alzado y todos lo señalaban de haberle caído a plomo a una frutería donde murieron 3 viejitas. Salí a buscarlo.

Cuando lo ví era otra persona. Estaba barbado y con los ojos enrojecidos. Tenía un uniforme nuevecito, un fusil nuevecito y una pistola nuevecita, que luego supe que le habían entregado un ucraniano, un salvadoreño y un colombiano, todos mercenarios especialistas mandados por EE.UU.

Me confesó que estaba buscando cómo salirse de la vaina porque no soportaba el remordimiento de haber matado gente. Que los mercenarios les daban una droga que los volvía locos, les quitaba el miedo y los hacía criminales. Captagon se llamaba la droga.

“Por eso me devolví. No quiero que nos droguen para que nos matemos. Por eso ahora entiendo la vaina y no quiero que esto le pase a Venezuela”, camarada.

 

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