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24.Oct.2017 / 10:10 am / Haga un comentario

CNE

Carol Murillo Ruiz

“Ver para creer”, nunca este dicho popular había tenido tanto sentido para mis apreciaciones políticas. Tanta es la distorsión mediática sobre lo que pasa en Venezuela que ir a acompañar el último proceso electoral fue una oportunidad para mirar de cerca la dinámica social de un país que en las dos recientes décadas ha sido blanco de las más terribles acusaciones por parte de una cofradía interna e internacional que no permite vivir la democracia de otro modo que no sea el que las élites planifican desde su ideología y sarcasmo de clase.

La Venezuela que vi en las afueras de Caracas –dentro también- es la de un país que no ha salido aún de la cruel historia del desarrollo del capitalismo en América Latina. No por culpa del chavismo, obviamente, sino por las condiciones estructurales que cinco siglos de conquista, colonización y usufructo capitalista hicieron de su territorio, su gente y su porvenir.

Los 18 años de la Revolución Bolivariana han sacado a relucir, como nunca, esas contradicciones y su enorme trabajo político, social y económico se ha visto disminuido, pero no anulado, por una aviesa hostilidad ideológica, mediática, diplomática y económica desde que Hugo Chávez vivía y más ahora que la crisis del precio del petróleo hizo suponer, a la oposición interna y externa, que tal situación debilitaría a Nicolás Maduro y haría más fácil su caída. Ha sido todo lo contrario.

El resultado electoral de la Asamblea Constituyente el 30 de julio pasado y el triunfo chavista del 15 de octubre al ganar la mayoría de gobernadores confirma algunas cosas. Primero: que el pueblo venezolano escoge las urnas para resolver sus asuntos. Segundo: que la violencia no es una herramienta política genuina que la gente esté dispuesta a validar por las terribles secuelas que dejó en abril, mayo y junio de 2017. Tercero: que cuando la ciudadanía toma para sí la vía democrática con sus propias características, es decir, después de un trabajo político popular y permanente, lo que García Linera llamaría “democracia plebeya”, las elecciones se truecan en una acción de legitimación social desde abajo. Fue para mí muy edificante ver filas y filas de personas que acudían a votar, en sitios muy sencillos (en un país donde el voto no es obligatorio) solo por la convicción de que su participación abonaría a la paz y a la mejora de la situación doméstica ya asfixiante por el cerco económico (del que nadie internacionalmente habla) que soporta toda la población por la especulación del papel moneda y de varios productos básicos. Y que no pueden ni deben ser atribuidos única y maliciosamente a un “mal gobierno”.

Si somos honestos diremos que hay un encierro económico no solo desde el norte sino por parte de malos vecinos que han negado la premisa de la integración regional y la solidaridad.

En Venezuela se repite lo que tantos países han sufrido: injerencia externa y arbitrariedad diplomática. Pero la amnesia generalizada nos hace creer que eso ya no existe. Sin embargo, allí adentro, en el país de a pie, hay un pueblo que da la cara, vota y lucha, pues la Revolución Bolivariana ha mostrado que sin trabajo político su permanencia sería un espejismo.

El Telégrafo

 

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