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11.Nov.2020 / 05:34 pm / Haga un comentario

Foto: Archivo

Por Jimmy López Morillo

“Al final, estos yankees eligen más rápido a un presidente para un país latinoamericano, que a uno para su propio país”. El cartel, que circuló por las redes mientras oficialmente seguía sin definirse al ganador de los comicios celebrados el martes 3 en Estados Unidos, refleja con total exactitud la realidad de una nación históricamente empeñada en imponer en el mundo modelos “democráticos” ajustados a sus intereses, es decir los del Gran Capital, en tanto a lo interno persiste uno anacrónico, diseñado hace más de dos siglos para preservar en el poder a las élites privilegiadas.

El hecho de que casi una semana después no se conozcan oficialmente los cómputos definitivos y de que durante días no se tuvo claridad sobre quién había sido el ganador más allá de las proyecciones que apuntaban a Joe Biden, es una clara muestra –aunque nada nueva, por lo demás-, de que quienes pretenden presentar al mundo su “democracia” como modelo a seguir, nada tienen que enseñarnos, al menos a los venezolanos.

Ya de por sí es antidemocrático el mismo hecho de que se mantenga un sistema electoral arcaico, discriminatorio, en el cual la población no tiene derecho a elegir directamente a su Presidente de la República, sino que vota por unos delegados integrantes de los denominados “Colegios Electorales”, quienes realmente designan al Jefe de Estado, en un mecanismo que permite la aberrante posibilidad de proclamar a alguien con menor cantidad de sufragios populares –como ocurrió con el propio Donald Trump hace cuatro años, sin que nadie en ese mar de hipocresías denominado “comunidad internacional” levante la voz para hacer algún señalamiento al respecto.

Podemos ir un poco más allá: la cruda realidad es que en un país de poco más de 300 millones de habitantes, solo 270 personas –la cifra mínima requerida- integrantes de esos “Colegios Electorales”, pueden en definitiva determinar con su voto quién es el presidente de esa nación, pues es necesario recalcar que cada estado arroja una cantidad determinada de “delegados” –otra forma de discriminación, pues algunos tienen un mayor número que otros- y muy al estilo de la canción, el ganador se lo lleva todo: quien obtiene la mayoría en la votación popular, por mínima que sea la diferencia, capitaliza la totalidad de los delegados. Es decir, a la hora de las definiciones no todos los votos tienen el mismo valor.

En esa plutocracia, en la cual solo se puede acceder a los centros de poder si se cuenta con abultadas cuentas bancarias, no existe la representación proporcional de las minorías por la cual se rasgan las vestiduras los mandaderos imperiales, solamente si se trata de Cuba, Nicaragua o Venezuela, pero las transnacionales de la comunicación han cumplido con su papel de venderla como la panacea, el modelo a seguir de una democracia inexistente en el propio territorio estadounidense, en donde rige un modelo destinado a perpetuar a las oligarquías que desde siempre han gobernado a ese país bajo un régimen bipartidista muy similar al adeco-copeyano de la dictadura puntofijista, que hasta la llegada del comandante Hugo Chávez azotó a nuestra Patria.

Oscuridad hacia afuera

Es ese mismo régimen que pretende darnos lecciones de una democracia ausente en su propio territorio, el que ha quedado al desnudo, una vez más, luego del bochornoso espectáculo observado durante la pasada semana, en la cual la lentitud en los conteos de las boletas hizo recordar a venezolanas y venezolanos la rapidez y precisión con la cual se anuncian los resultados en cualquier tipo de comicios en Venezuela, más allá de la significativa diferencia en el número de votantes. Inclusive, la misma naturaleza humorística de nuestra población puso a circular por las redes una gran cantidad de memes de la recordada ex presidenta del Consejo Nacional Electoral, Tibisay Lucena, “anunciando” los resultados de las elecciones presidenciales estadounidenses.

Ese proceso electoral, sirvió para poner de manifiesto, de nuevo, las claras diferencias entre dos sistemas antagónicos, uno excluyente, diseñado para garantizar la permanencia en el gobierno de aquellos seleccionados por las grandes corporaciones, las que en definitiva controlan el poder desde el denominado Estado profundo, y uno incluyente, humanista, destinado a toda la población sin distingos de ninguna especie y con plenas garantías constitucionales, como lo es el venezolano. Uno, capitalista en su más pura esencia; otro, en la búsqueda del socialismo bajo sus propias particularidades.
Desde aquel, tal y como reza el cartel con el cual encabezamos esta nota, se designa con mayor facilidad a un presidente latinoamericano –o de cualquier parte del planeta-, ajustado a sus intereses, que cumpla a cabalidad su rol de títere, tal y como ocurrió a comienzos del 2019 con el mequetrefe a quien ordenaron auotproclamarse en una plaza pública como “presidente” de un país de fantasías y como parte de una trama urdida desde Washington e iniciada en enero de 2016 para derrocar al gobierno del presidente legítimo y constitucional de la República, Nicolás Maduro Moros, desde la Asamblea Nacional.

Por instrucciones recibidas directamente desde la Casa Blanca, los parlamentarios de la derecha electos como consecuencia de una crisis provocada por ellos mismos, la burguesía nacional y sus amos imperiales y bajo la promesa de “la última cola”, convirtieron este período en el más nefasto de toda la historia del parlamento venezolano –lo cual ya es mucho decir, si recordamos las barbaridades de la era puntofijista-, utilizándolo exclusivamente con fines conspirativos.

Desde la Asamblea Nacional, que entró en desacato casi inmediatamente después de tomar posesión como presidente el dinosaurio Henry Ramos Allup, se han cometido toda clase de tropelías y vilezas en contra de nuestra Patria y de todas y todos las venezolanas y los venezolanos, amparándose descaradamente el despojo de los activos del Estado en el exterior, especialmente bajo la gestión del miserable autojuramentado el año pasado en una calle cualquiera de Caracas.

No podemos desligar, cuando nos aproximamos a las elecciones parlamentarias del venidero 6-D y luego de haber presenciado el deplorable proceso comicial estadounidense del 3-N –y días sucesivos-, la oscuridad interna de los genocidas de Washington y la que pretenden seguir proyectando hacia afuera, concretamente hacia nuestro país, por intermedio de su séquito de mandaderos.

Es el modelo de “democracia” que para nada queremos, el excluyente, el de la perpetuidad de las oligarquías minoritarias en el poder a costa de unas mayorías cada vez más depauperadas, el de los espejismos, el del saqueo y sometimiento de los pueblos por la fuerza o mediante mecanismos un poco más digeribles desde el punto de vista propagandísticas como las autoproclamaciones puestas ahora de moda.
Es ese modelo o el de la democracia verdadera, incluyente, con representación de todos los sectores, con paridad de género, garante de nuestro derecho a la independencia, la paz, la soberanía y la autodeterminación, sin ataduras colonialistas, con un parlamento destinado a legislar para las mayorías y no a conspirar en beneficio de unas minorías apátridas.

Es entre ese modelo decadente, entre esa “democracia” plagada de hipocresías e injusticias, y nuestro derecho a construir una Venezuela sólida, libre de cualquier tutelaje extranjero, tal y como la soñaron nuestros libertadores, por lo que decidiremos el próximo 6 de diciembre. Ni más ni menos.

 

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