Opinión

21.Sep.2014 / 05:47 pm / Haga un comentario

Transcurrió en Puerto de Nutrias, estado Barinas. El puerto otrora magnífico del Río Apure que conectaba a los llanos con la mar para el lleve y traiga de mercancías, alimentos y hasta las cotizadas y ecocidas plumas de garza. Estábamos en el territorio poblado por quienes Chávez llamó “hombres y mujeres del agua”.

La celebración llanera requería una res, una gorda y mansa vaca cuyo destino era ser preparada a la vara con yuca, cachapas y ensalada pico de gallo. Rápidamente llamaron a Don Eulogio, el matarife llanero a quien correspondía el encargo.

Don Eulogio, un recio catire ojos azules quizás descendiente de corsos, llegó acompañado de su esposa Eloína, una zamba diestra en las artes culinarias. También los acompañaba su hija María, de grandes ojos aguarapados, tez blanca como su padre, largas clinejas castañas y un cuchillote en la mano que contrastaba con sus 14 años de edad.

Ya madrugados comienza la cruenta faena que entrañaba matar al animal y proceder a destazarlo y prepararlo para el asador. Trabajo duro que, todavía muchos años después de averiguarlo, no entendemos por qué se denomina “beneficio”.

El caso es que, mientras la mujerona madre se dedicaba a preparar las guarniciones que acompañarían a la suculenta carne, la niña ni corta ni perezosa se incorporó con su padre a la pesada tarea de desollar al animal. Con maestría, seriedad y oficio la niña blandía el acero sobre la carne palpitante mientras atendía con prontitud las precisas e imperativas órdenes del llanero.

“Agarre el cuero por aquí”; “pique allá”; “páseme el hacha para sacar las costillas”; “cuidao con la hiel”, eran algunas de las directivas que la niña atendía con diligencia a su padre, quien en ese momento fungía como un severo maestro que explicaba y corregía cualquier pequeño corte errado a la pequeña dama.

Por supuesto que tan dura faena requería fuerza física para maniobrar un animal de casi 400 kilos de peso y era inevitable que la sangre del animal manchara la ropa de trabajo del padre e hija matarifes.

Para los ojos de cualquier patiquín urbano, acostumbrado a los churrascos, puntas traseras y “ribbs” que ofrecen los restaurantes de gringo nombre, que venden carne argentina, con chimichurri uruguayo, que atienden mesoneros colombianos y cuyos dueños son portugueses, el espectáculo no era para nada elegante, ni distinguido, ni políticamente correcto. De hecho, una prudente y miedosa distancia del sacrificio y destazamiento mantuvieron los sifrinos y algunos, a pesar de no confesarse vegetarianos, condenaron la crueldad con el animal. Una de ellas, muy urbana, palma prendía, pelo pintao y protésica no se aguantó y exclamó con fingida indignación: “¡Santo Dios! Esa niña debería jugar con muñecas Barbie en vez de estar picando unos sangrantes trozos de carne de un cadáver”.

El caso es que Don Eulogio y su niña avanzaban, sudando a raudales, con la tarea que habría de alimentar a llaneros y sifrinos y, con la maestría de siempre, el viejo ordenaba a su hija traerle las piezas para enchuzarlas: “Déme las puntas, páseme el herradero, déme la tapa de la barriga pa´ montá el entreveráo”. Así, iba culminando la pesada faena y la niña ni se inmutaba. Sus ojotes se abrían para precisar las instrucciones y presta reconocía cada una de las piezas dentro del montón de carne y las pasaba al viejo para montarlas en los asadores, pujando algunas veces por el peso de la carne.

La niña cantaba mientras trabajaba. Creímos adivinar en su musical murmullo alguna copla de Jorge Guerrero con “El perro muerto tiráo en la carretera”; a Vitico Castillo cantando “Son las 4 e´la mañana, sírvame otra trago e´caña, no me corra cantineroooo” y diversas composiciones del canto popular del llano que día a día son asediadas por los plásticos y prefabricados cantos gringos y vallenatos desde privadas emisoras de radio a quienes poco le importan nuestras manifestaciones culturales.

Recordamos con la llanerita, hermosa y trabajadora, el desafío no comprobado que una madrugada nos plantó un perito agropecuario entre arpa, cuatro y maracas en un fundo barinés: “Mire cámara: si usted le dice a un chamo de Caracas y a otro de Barinas que dibujen un pollo, el caraqueño dibujará un pollo a la broaster con papas fritas empacado con el logo de una marca de comida rápida; el veguerito barinés le dibujará un robusto y encrestado pollo vivo, emplumado y feliz, comiendo lombrices a la orilla de una casita bella del llano. Esta es la diferencia entre la cultura del consumo y la cultura de la producción; la cultura de la ciudad contra la cultura del campo.

Por: Pedro Gerardo Nieves

 

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